Moves like Jagger

Ese es el título del nuevo éxito de Maroon 5. Y digo éxito porque todo lo que sale en los 40 principales se convierte, o mejor dicho, lo convierten en éxito a base de repetirlo en la parrilla hasta la saciedad, lo que acaba calando en las mentes de quienes escuchan esa y otras emisoras. Ya solo falta que utilicen la canción el algún anuncio de coches para que la suban a los altares.

En la siguiente manzana de mi casa, en la misma acera, hay una planta baja en estado ruinoso, okupada por un señor mayor y su perro. Hace poco la casa se incendió y pensé que ya no podría vivir allí. Pero como el techo sigue en pie, el hombre continúa viviendo ahí, con las paredes calcinadas. Desapareció hasta la puerta de la casa, reemplaza por dos maderos superpuestos apoyados en una de las vayas que la policía, tras cortar la calle con ella, dejó olvidada.

Tampoco es que el hombre hiciera mucha vida dentro de la casa antes de quemarse, ya que se pasa el día sentado en la calle, donde come, bebe, recibe las visitas de sus amigos que también comen y beben, duerme, fuma, mea y vuelve a beber. Pero sobre todo, lo que más hace es ver pasar la vida delante de sus narices mientras escucha música en un radio cassette de los ochenta, esos con altavoces enormes que llevan los negros sobre los hombros en las series americanas de la época. De vez en cuando canta boleros con la voz desgarradora que deja el alcohol de garrafa, jaleado por los colegas mientras le hacen palmas.

El otro día, al regresar del trabajo al mediodía, estaba ese hombre sentado en un pequeño sillón orejero marrón oscuro (y con oscuro me refiero a lleno de mierda) con la tapicería rajada y al que le faltaba una pata, junto a uno de sus amigos más asiduos que estaba sentado en una silla de cocina retro. Ambos bebiendo cerveza sin hablarse, mirando al frente, acartonados e impasibles, mientras en la radio sonaba la canción “Moves like Jagger”.

No sabéis lo que me arrepentí en ese momento de no tener ni idea de hacer fotos y de tener un móvil con una cámara tan cutre, porque creo que con la imagen se entendería el instante mejor y más rápido que con todas las líneas que acabo de escribir. Todavía permanece en mi cabeza esa imagen, perfectamente encuadrada, con el ladrillo de la casa de fondo, el color del momento y la mirada pérdida de esos dos tipos mientras en la radio sonaba esa canción. Para entender el contraste tenéis que escucharla.

 

 

 

 

Cien años de soledad

Mi hermano me dejó el libro “Cien años de soledad” cuando tenía 11 años. Lo hizo con la seguridad de que me prestaba una obra maestra y lamento decir que no lo supe apreciar, porque se lo devolví sin terminar de leerlo y creo que es el único libro que he dejado a medias en toda mi vida. No dudo que este hecho se debía a mi juventud, o mejor dicho a mi inmadurez. O también al hecho de que mi hermano calculó mal al posar en mis manos semejante manuscrito tan pronto.                                     

En algunas ocasiones me he encontrado a personas resabidas que presumen de haberse leído éste y otros títulos “indispensables”, haciéndote sentir mundano y poco intelectual. Así que confesando mi tremendo pecado por no saber apreciar en su momento tan magnífica obra de la literatura, ni volver a retomarla a lo largo de los años, me imagino a mí misma levantándome ante un grupo reducido de personas, sentadas en círculo como en las terapias de alcohólicos anónimos que conocemos gracias a las películas americanas, y diciendo con determinación aunque con cierto rubor: “Mi nombre es Begoña y nunca terminé de leer Cien años de soledad”.

 Hace unos meses fuimos a casa de unos amigos que nos invitaron a cenar. Mientras terminaban de preparar la cena, uno de ellos trajo al comedor una fiambrera sacada de la nevera en la que se estaba terminando de prensar el oshizushi, una variedad de sushi en el que el arroz con el pescado encima queda prensado en un molde para después ser cortado a cuadrados. Y tras muchos años sin encontrarme de cerca con la obra de García Márquez, allí estaba el libro frente a mis narices, encajado perfectamente en la fiambrera de plástico, haciendo la labor de prensador. Era como si aquella edición la hubieran hecho expresamente para hacer oshizushi. Seguramente, en la tapa trasera del libro, al final de la sinopsis, se pudiera leer: “Se recomienda su uso para la cocina japonesa”.

A nuestro amigo le parecía una ofensa, casi un sacrilegio, que su mujer hubiera empleado la materialización de aquella historia en algo tan vulgar. Pero a mi me pareció pragmático y hermoso, porque no considero que sea más digno para un libro engordar una estantería y quitarle el polvo una y otra vez sin reparar en él nunca más. Y porque considero que lo fundamental de la obra no es su continente, sino lo que transmite. Para lo que se utilice tras su lectura no lo denigra como obra, tan solo lo haría su olvido absoluto.

Y que queréis que os diga, la historia sobre una familia a lo largo de siete generaciones tiene que pesar lo suyo, y consigue unos oshizushi cojojudos!!

Chicos, muchísimas gracias por la anécdota, pero sobre todo muchísimas gracias por la cena. Espero que se repita pronto.

El Cuento de la Lechera

¿Quién no conoce el cuento de la lechera? Una joven que porta en su cabeza un cántaro con leche con el que sueña conseguir, a base de sucesivos trueques, una vaca y un ternero, para terminar cayéndose el cántaro y perdiendo todas las ganancias que tan poco le había costado soñar. Todos hemos sido lechera en alguna ocasión, sobre todo en navidad, cuando se acerca el sorteo del Gordo. Quien más y quien menos compra en esta época algún décimo de lotería, alguna participación. Lo contrario es casi impensable porque ¿quién no está rodeado de dedicadas madres con hijos a punto de zarpar hacia su viaje de fin de curso, o conocidos en alguna cofradía, falla, asociación sin ánimo de lucro, empresa, bar o establecimiento que no venda papeletas del sorteo de navidad? Es muy normal que durante este tiempo proliferen los planes futuros con las ganancias no conseguidas. De hecho, creo que deberían representar el ballet del cuento de la lechera en vez del cascanueces. En mi oficina todos nos hemos gastado el premio gordo de cualquier sorteo en pagar hipotecas, repartir con la familia, montar negocios, viajar alrededor del mundo e incluso ideado complicados planes de inversión que nos auguran infames cantidades de dinero.

A mi este otoño me toca ponerme a estudiar, en esta ocasión para prepararme una promoción interna, y por supuesto no me apetece nada empezar. Ya bastante deprimentes pueden llegar a ser los equinoccios, para que encima tengas que iniciar un largo y tedioso proceso como el de una oposición. No me imagino un anuncio de El Corte Inglés, con la hojitas amarillas y marrones cayendo sobre deslumbrantes modelos vestidas de los mejores diseñadores, con el eslogan “este otoño lo que se lleva es una opo”. Porque aunque a veces he disfrutado con el aprendizaje de algunas materias, la legislación relacionada con la administración pública no se encuentra muy arriba en mi ranking de preferencias. Llevo pensando desde hace años que en cuanto tenga tiempo libre me gustaría dar clases de batería y, cuando me jubile, quiero recibir clases de piano y aprender japonés (a esto último ya se ha apuntado alguno que otro). Pero lo malo de estudiar algo que no te gusta, es que la escasa motivación con la que lo haces desaparece en cuanto te encuentras rodeado de reales decretos y leyes orgánicas. Incluso ya antes de hallarte gastando una pasta en una preparadora y haciendo tests de cuatro alternativas, empiezas a verte a ti mismo sentado un montón de horas estudiando. Primero comienzas con mucho fuerza, pero tu capacidad de atención disminuye a pasos agigantados y te empieza a dominar el aburrimiento. Sabes que los momentos de estudio serán cada vez más cortos y los descansos más largos. Y te ves almorzando, picoteando, merendando o ingiriendo cualquier cosa para excusarte de no estar con el culo pegado a la silla. Y luego decides que si estudias en la biblioteca por lo menos no te pondrás como un tonel, pero allí la concentración es nula y te entra un sueño brutal. Cualquier cosa que meses antes te parecía de lo más fastidioso, ahora se ha convertido en algo ocioso. Vaciar y arreglar armarios, leer ese ensayo infumable que has empezado cientos de veces o ver un partido de la liga de fútbol alemana te parece algo apasionante.

La moraleja del cuento de la lechera nos dice que no debes anhelar el bien futuro ya que ni siquiera el presente está seguro. Quizás no debería esperar este futuro de aburrimiento y desidia, porque el presente se puede tornar peor. Pero ¿quién en su sano juicio puede pensar que prepararse una oposición es mejor que el día más insípido de tu vida? Si alguien conoce a esa persona… que no me la presente.

La Llamada

Ayer había un matrimonio sentado delante de mí en el autobús. Rondarían los 70 años y supe inmediatamente que eran pareja por el silencio que les acompañó durante todo el trayecto. Y no se trataba de un incomodo y frío silencio surgido de una molesta discusión, sino de un silencio cotidiano que surge cuando ya no tiene nada que decirse, que es aún peor. Si la esperanza de vida en España se encuentra en los 81 años, me parece angustioso imaginarme un futuro de silencio perpetuo, tan solo interrumpido por comentarios banales sobre la información del tiempo o continuas repeticiones de lo contado en tantas ocasiones.

A los pocos minutos de estar observando esos dos cogotes rígidos que ni tan siquiera se dignan a doblegarse para escudriñar el paisaje urbano, se empieza a oír la tediosa melodía de una de las múltiples compañías de telefonía móvil. El sonido se oía claramente delante de mí, no había duda que el móvil que sonaba pertenecía a una de esas dos personas que estaba observando. El móvil seguía emitiendo lo que algunos denominan “musiquilla” sin que ninguno de los dos diera la más mínima señal de haberse percatado. Tras un tiempo impreciso (a mi se me hizo eterno), repentinamente el hombre hizo un movimiento rápido y seco ladeando la cabeza hacia un lado, como dirigiendo su pabellón auditivo hacia donde parecía que salía el sonido. Luego, se palpó el pecho con ambas manos para a continuación sacar un pequeño móvil del bolsillo izquierdo de la camisa. A pesar de que la melodía no cesaba, el hombre se detuvo a observar la pantalla de lo que en sus manos y por su actitud parecía un complicado artilugio, despegándoselo y acercándoselo sucesivamente de la cara, en un intento de dilucidar lo que allí aparecía escrito. Finalmente el hombre dijo, dirigiéndose a su compañera: “Es tu hija”, y entonces presionó una tecla, supongo que la de descolgar, y se colocó el teléfono en la oreja. Pero lejos de contestar de forma inmediata, lo que se supondría después de la eternidad que había pasado desde que empecé a escuchar la famosa melodía, no emitió sonido alguno hasta pasado un par de segundos más, supongo que para desespero de la paciente hija que seguramente iniciaría ella la conversación con un ¿hola? o un ¿estás ahí papá?, ya que el hombre por fin dijo:  “Sí, sí… dime hija!!!”. Yo de poco no pego un salto del asiento de puro entusiasmo, como quien está viendo una película en la que los protagonistas parecen que jamás se van a encontrar tras una búsqueda llena de dramáticas complicaciones e inoportunas casualidades, y al final de la cinta se encuentran. Después de la angustiosa espera, mía y muy probablemente de la hija, me alegre de que la llamada no hubiera caído en saco rato. Al fin y al cabo, el buzón de mensajes del móvil de mi madre está plagado de llamadas perdidas de su hija.

Zafarrancho

He vuelto al trabajo. No ha sido duro, la cosa está muy tranquila y eso me permite ponerme al día. Ya llegará el momento de ir apagando fuegos. No tenía ningunas ganas de volver a la oficina y a la rutina de los horarios laborales. Por lo único que tenía ganas de volver a casa era para hacer limpieza, y para ser más exactos, limpieza de trastos, o lo que es lo mismo, desembarazarme de aquello que o no he utilizado en los últimos años o jamás utilicé. Quizás alguno piense que lo que he hecho es un acto de sadismo, volver a trabajar y limpiar a la vez, pero puedo asegurar que quitarme de encima bolsas y bolsas de cosas de las que puedo prescindir con toda facilidad me produce tranquilidad y relajación visual. Ya no soportaba más no tener sitio para las cosas que hoy considero importantes (mañana pueden acabar como el chaquetón que hacía 10 años que no me ponía), mientras otras que ya no participaban de mi vida diaria ocupaban un precioso espacio. Y es que a medida que me hago mayor, más pienso en que el espacio es un tipo de riqueza difícil de conseguir en estos días. Que se lo digan a los que viven en 30 metros cuadrados.

La Llave

Nunca me he encontrado una llave perdida. Tan solo  una vez descubrí las llaves de nuestros vecinos de al lado colgando de la cerradura de su puerta. En ese momento tan solo acerté a avisar a mi madre, que pronta llamó a la puerta de los vecinos para decirles con sorna que se habían dejado las llaves fuera. Lo que sí hice es perder una llave. En una ocasión me regalaron un diario que se acompañaba de un candado con su diminuta llave, tan pequeña que parecía estar diciéndote: “vas a perderme pronto…”, y yo era una niña tan obediente que rápidamente le hice caso. De todas formas la pérdida no fue grave, ya que nunca fui aficionada a escribir lo que me pasaba o lo que sentía en un trozo de papel, siempre quedaba mejor redactado en mi cabeza. Y la verdad, nunca me fié del canijo candado del diario.

Álvaro se ha encontrado una llave, una de lo más normal. Trepando por la vaya de una casa que hay en la playa, encontró en uno de sus huecos una llave común de una cerradura común. Como única seña de identidad aparece impreso en una de sus caras “Ferretería Paco Coloma”. A pesar de que su apariencia no invita a ensoñación alguna, el niño está entusiasmado con su hallazgo. Primero era la llave que escondía algún tesoro, luego pensó que podía ser mágica…  Ahora piensa que puede abrir cualquier puerta, la que él quiera, y por eso nunca se separa de ella.

Yo siempre he tenido ese deseo, y no me refiero al de abrir la cámara acorazada de algún banco. Siempre he deseado abrir, por ejemplo, las verjas y puertas que encuentro cerradas en las iglesias, en esas zonas oscuras en las que tan solo puedes divisar una escalera que la penumbra borra de tu vista. O esas puertas de grandes cerraduras,  por las que no puedes evitar echar un vistazo y tampoco se ve nada. Siempre he pensado que esas verjas y esas puertas esconden grandes secretos o tesoros arqueológicos…. Ay que ver cuánto daño pueden hacer las novelas históricas sobre los templarios….

Un día de estos, estoy segura que en uno de sus intentos Álvaro conseguirá abrir alguna puerta o alguna verja, y espero estar presente para compartir con él el entusiasmo y nerviosismo del descubrimiento.

La Pajarita

El invierno pasado Álvaro y yo fuimos al pediatra en un autobús de la línea 89. Tras pagar el billete, nos dirigimos al final del autobús para sentarnos en los últimos asientos, como siempre. En un momento del trayecto, nos fijamos en una chica que estaba en la hilera de asientos del otro lado del pasillo. Iba sentada en el sentido contrario a la marcha y estaba entretenida jugueteando con el billete.

Dos o tres paradas después la chica se bajó, dejando apoyada en la gran ventana del autobús una pequeña pajarita, dándole al inservible billete un destino mucho más bello que acabar arrugado en alguna papelera.

Y allí estaba la pajarita, inmóvil a pesar de los frenazos y bandazos con los que el conductor deleitaba a su sufrida carga. Cuando Álvaro vio la pajarita, me avisó preocupado que a la chica se le había olvidado. “No la ha olvidado”-dije yo, “la ha  dejado para que otra persona se la lleve”, un pequeño detalle que a mi me pareció precioso. Le pregunté a Álvaro si quería llevársela, mientras pensaba que sería un trastito más adornando su cuarto, lleno de cachivaches que ni siquiera él recuerda. Pero él me contestó que no quería quedársela, porque entonces sólo él la disfrutaría, y el resto de la gente que subiera al autobús se la perdería. A mi su respuesta me pareció de un altruismo increíble para un niño de 4 años y me enorgullecí de mi hijo.

Nos bajamos del autobús y nos dirigimos a nuestro destino.

Hace un par de semanas, volvimos a subirnos en un autobús de la misma línea y, como siempre, nos dirigimos a los asientos de la parte de atrás. En un momento del trayecto Álvaro, que se había quedado con el billete, me lo da y dice: “hazme algo con el billete”. Yo no entendí la concisa orden que me estaba dando y le pedí explicaciones. “¡Que me hagas algo chulo con el papelito del billete, como la chica de la pajarita y así lo dejamos en el autobús para que los demás lo vean!”. Los que me conocen ya han podido advertir en alguna ocasión mi pobre dominio de las manualidades, así que tan solo acerté a hacer un avión de lo más simple.  Álvaro quedó algo defraudado con la obra pero, como también él es muy consciente de mis limitaciones no me dijo nada. Tan solo decidió no dejarlo junto a la ventanilla del autobús.

Así que he tomado la decisión de aprender a hacer pajaritas de papel, para poder dejarlas en el autobús, convirtiéndolas en un guiño a la cotidianidad del trayecto en transporte público.  Se aceptan clases o información.