¿Quién no conoce el cuento de la lechera? Una joven que porta en su cabeza un cántaro con leche con el que sueña conseguir, a base de sucesivos trueques, una vaca y un ternero, para terminar cayéndose el cántaro y perdiendo todas las ganancias que tan poco le había costado soñar. Todos hemos sido lechera en alguna ocasión, sobre todo en navidad, cuando se acerca el sorteo del Gordo. Quien más y quien menos compra en esta época algún décimo de lotería, alguna participación. Lo contrario es casi impensable porque ¿quién no está rodeado de dedicadas madres con hijos a punto de zarpar hacia su viaje de fin de curso, o conocidos en alguna cofradía, falla, asociación sin ánimo de lucro, empresa, bar o establecimiento que no venda papeletas del sorteo de navidad? Es muy normal que durante este tiempo proliferen los planes futuros con las ganancias no conseguidas. De hecho, creo que deberían representar el ballet del cuento de la lechera en vez del cascanueces. En mi oficina todos nos hemos gastado el premio gordo de cualquier sorteo en pagar hipotecas, repartir con la familia, montar negocios, viajar alrededor del mundo e incluso ideado complicados planes de inversión que nos auguran infames cantidades de dinero.
A mi este otoño me toca ponerme a estudiar, en esta ocasión para prepararme una promoción interna, y por supuesto no me apetece nada empezar. Ya bastante deprimentes pueden llegar a ser los equinoccios, para que encima tengas que iniciar un largo y tedioso proceso como el de una oposición. No me imagino un anuncio de El Corte Inglés, con la hojitas amarillas y marrones cayendo sobre deslumbrantes modelos vestidas de los mejores diseñadores, con el eslogan “este otoño lo que se lleva es una opo”. Porque aunque a veces he disfrutado con el aprendizaje de algunas materias, la legislación relacionada con la administración pública no se encuentra muy arriba en mi ranking de preferencias. Llevo pensando desde hace años que en cuanto tenga tiempo libre me gustaría dar clases de batería y, cuando me jubile, quiero recibir clases de piano y aprender japonés (a esto último ya se ha apuntado alguno que otro). Pero lo malo de estudiar algo que no te gusta, es que la escasa motivación con la que lo haces desaparece en cuanto te encuentras rodeado de reales decretos y leyes orgánicas. Incluso ya antes de hallarte gastando una pasta en una preparadora y haciendo tests de cuatro alternativas, empiezas a verte a ti mismo sentado un montón de horas estudiando. Primero comienzas con mucho fuerza, pero tu capacidad de atención disminuye a pasos agigantados y te empieza a dominar el aburrimiento. Sabes que los momentos de estudio serán cada vez más cortos y los descansos más largos. Y te ves almorzando, picoteando, merendando o ingiriendo cualquier cosa para excusarte de no estar con el culo pegado a la silla. Y luego decides que si estudias en la biblioteca por lo menos no te pondrás como un tonel, pero allí la concentración es nula y te entra un sueño brutal. Cualquier cosa que meses antes te parecía de lo más fastidioso, ahora se ha convertido en algo ocioso. Vaciar y arreglar armarios, leer ese ensayo infumable que has empezado cientos de veces o ver un partido de la liga de fútbol alemana te parece algo apasionante.
La moraleja del cuento de la lechera nos dice que no debes anhelar el bien futuro ya que ni siquiera el presente está seguro. Quizás no debería esperar este futuro de aburrimiento y desidia, porque el presente se puede tornar peor. Pero ¿quién en su sano juicio puede pensar que prepararse una oposición es mejor que el día más insípido de tu vida? Si alguien conoce a esa persona… que no me la presente.